
Autobiografía lingüística
Nací en un país, más precisamente en un continente, donde las lenguas originarias fueron prácticamente exterminadas. Mi país, el último en ser conquistado (la fundación de Santiago ocurrió solo hace doscientos años), presenta una situación sociolingüística marcada por el multilingüismo asimétrico. En este contexto, el castellano, una lengua extranjera, ostenta el estatus de lengua oficial y de prestigio. Casi toda la población chilena se comunica en la lengua del conquistador; incluso nuestro poeta Nobel, en sus memorias, refleja este legado al expresar: “Se llevaron el oro y nos dejaron el oro / Se lo llevaron todo y nos dejaron todo / Nos dejaron las palabras”.
Las lenguas autóctonas persisten únicamente en las comunidades indígenas que lograron resistir la hecatombe, representando alrededor del 5% de la población chilena. Entre estas lenguas se incluyen el mapudungun, el aimara, el quechua y el rapanui. Mi dominio de las lenguas originarias se limita a algunas palabras sueltas que el castellano adoptó del mapudungun, como Talagante, el nombre de mi pueblo natal, o Copiapó, que significa “río negro” y es el nombre de otra ciudad. Además, empleo términos quechuas como “champa,” que significa “hierba” y sus derivados que se siguen usando en la actualidad, como “chasquilla” para referirse al flequillo o “chascona” que quiere decir despeinada. Por lo tanto, puedo afirmar que mi lengua materna o nativa es el castellano (el castellano chileno).
La segunda lengua que adquirí fue el inglés, impartido en la escuela durante las décadas de los 80 y 90 en Chile. En aquel entonces, las clases de inglés seguían un enfoque sumamente tradicional y centrado en el profesor donde este nos proporcionaba el contenido y nosotros debíamos aprenderlo. Mi profesor, por ejemplo, nos entregaba fotocopias de textos en inglés y nos enviaba a la biblioteca a buscar diccionarios. Luego, nos pedía que tradujéramos el texto. En los mejores días, la fotocopia se centraba en la gramática, y debíamos completar espacios con la palabra adecuada. Ahora, siendo profesora de español como segunda lengua, reflexiono sobre esta práctica pedagógica y entiendo por qué la mayoría de mis compañeros nunca llegó a dominar el inglés, a pesar de haber tenido la asignatura desde los 6 años. Este enfoque, basado en la práctica de vocabulario y gramática, descuidaba aspectos esenciales del aprendizaje de un idioma, como el desarrollo de habilidades de comunicación oral, la comprensión cultural y el uso práctico del idioma en situaciones reales. Con el francés, mi experiencia fue diferente. Realicé un curso con un enfoque comunicativo en el Instituto Francés de Chile y posteriormente postulé para ser lectora de español en Francia. Aprendí francés en suelo francés motivada por la necesidad de comunicarme y establecer relaciones sociales. En la actualidad, mi pareja es francesa y aunque nuestra lengua principal es el español, en ocasiones mantenemos conversaciones en francés.
La última lengua en incorporarse a mi biografía lingüística fue el catalán. Llegué a Cataluña a los 26 años y pronto me di cuenta de que para ser profesora en un Instituto necesitaba alcanzar el nivel C1 de esta lengua. Me matriculé inmediatamente en un curso. Actualmente, puedo leerlo, hablarlo, pero no me siento segura escribiéndolo, menos a nivel académico. Aun así, el catalán se ha convertido en una lengua amiga; la aprecio y la quiero. Es el idioma de mis hijos y de sus amigos. Aunque en casa siempre hablamos en castellano, mi hija, de cuatro años, suele hablarme en catalán y si yo le respondo en catalán, ella lo detecta de inmediato y me dice con gracia: “Mamá, por favor, no me hables en inglés”.
Bibliografía
Neruda, P. (1974). Confieso que he vivido. Seix Barral.
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